Vivimos en un mundo donde la tipografía está tomando un poder cada vez mayor. Toma forma de distintas maneras y según diversos contextos o situaciones cotidianas en nuestras vidas. Basta con detenerse un segundo en medio de la calle y mirar a tu alrededor. Están en los carteles de las grandes empresas, en los comercios, en algunos medios de transporte…
Contemplamos el desenvolvimiento de la tipografía en todos aquellos ámbitos, y cómo hacemos uso de ella. Introducidos nosotros en el diseño, por ejemplo, reconocemos a veces las familias tipográficas instantáneamente ya que las tenemos incorporadas o porque simplemente las hemos visto antes. También reconocemos su identidad, o nos parece que su utilización es clara, sobria. Otras veces nos hacemos una interminable serie de cuestionamientos por cómo se ve, o por quién la diseñó de esa manera. En cualquiera de los casos, y en cualquiera de sus formas, hay algo que es innegable: todo uso de la tipografía tiene algo que decir, que gritar, un mensaje que transmitir. Y lo cierto es que la calle es el mejor escenario para hacerlo visible, porque es allí donde se pone en manifiesto todas aquellas cosas que somos, con la tipografía como herramienta central para representarnos.
Pero, ¿qué sucede cuando la tipografía se materializa como escritos en la calle, cuando la puesta en campo en la vía pública es más resultado directo de nuestro puño y letra que de una computadora? ¿Qué pasaría si analizáramos esto teniendo en cuenta los conceptos que dijimos antes? Y es que al estar tan avanzada la tipografía como la conocemos, parecemos habernos olvidado de que es esta la forma por la cual hacemos prevalecer nuestros orígenes, porque ésta ya casi no se usa para hablar en esencia nuestra y en semejante alcance sin antes estar atravesada por alguna conveniencia de marketing. Además, las reglas en ese marco son tan claras como limitadas, pero cuando se trata de paredes, de pancartas o incluso pasacalles, disponemos de una libertad absoluta.
Agrupamos en aquellos soportes una serie de nociones que tienen que ver más con nosotros como seres vivenciales, con todas aquellas maneras que tenemos de concebir, percibir e imaginar el mundo. Por medio de distintas caligrafías, técnicas y colores, plasmamos estas ideas con un estilo único en el cual, sin darnos cuenta, se ve involucrada nuestra identidad, espíritu y sensibilidad como personas. Y es dicho aspecto el que a su vez se le transfiere y le da un carácter e identidad propios a esta tipografía surgida de, ni más ni menos, que nuestras manos. Por supuesto que también incorporamos tipografía actual, pero si lo hacemos es poniendo en evidencia todas aquellas cuestiones que determinan nuestra situación particular, nuestro comportamiento humano, nuestro potencial y todo aquello por lo que hemos o estamos transitando.
Mencionamos antes que cuando hacemos uso tipográfico siempre tenemos un mensaje que transmitir, y en este caso es más contundente que nunca; el de despertar conciencias y movilizar a todos aquellos otros que participen en su lectura, pero desde un enfoque en el cual buscamos vincularnos como personas de una forma más cercana y directa. Se produce entonces un hermoso fenómeno de comunicación entre desconocidos, un pensamiento colectivo surgido de la diversidad de combinaciones, una identidad colectiva. Una representación fiel tanto de lo que somos como de aquello que anhelamos como comunidad; pues de hecho, eso es la calle, nuestra comunidad; es decir, es de todos, pero de nadie en particular.